¿JULIO VERNE, UN ESCRITOR FANTÁSTICO?
ALFONSO VILA FRANCÉS
Cuando nace, en 1828, el único medio de transporte terrestre son
las barcazas en los canales, y los carros, carruajes y demás vehículos tirados
por animales. Los canales han aumentado su extensión por toda Europa y si bien
pueden transportar grandes cantidades de mercancías son muy lentos. La mayoría
de los viajeros van andando, en mula o a caballo. Recorren distancias muy
cortas. La gente vive y muere en su pueblo o en su ciudad. Sólo las epidemias,
las grandes hambrunas o las guerras provocan grandes desplazamientos de
población.
Nantes, lugar de nacimiento de Verne, está en la costa, y
además tiene un gran río, el Loira. Los grandes barcos del puerto y los
pequeños barcos fluviales forman parte del paisaje de su infancia. Este paisaje
ha cambiado poco en doscientos años. Pero Verne nace en el momento exacto: el
momento en el que el hombre occidental va a poner del revés su tranquila
existencia, va a sacudir los pilares de su mundo.
La revolución industrial es sólo una de las muchas que se
están produciendo. La fábricas son algo nuevo. Una irrupción en el paisaje de
las ciudades y de los campos de la que los dibujantes y pintores de la época
darán buena cuenta. Pero los cambios no afectan a una zona, afectan a todo el
continente.
La máquina de vapor, que se usaba para la industria, se
empieza a usar para el transporte. En 1828, cuando nace Verne, el tren ya
existe, pero aún no funciona ninguna línea de pasajeros. Desde 1825 se
transportan mercancías en la línea Stockton-Darlington, pero hasta 1830 no se
inaugura la línea de pasajeros Manchester-Liverpool, que es considerado como el
inicio del trasporte ferroviario. Y puede que esto nos parezca algo trivial,
pero el ferrocarril lo va a cambiar todo, desde la economía hasta la mentalidad
de las personas. Los rebaños huyen despavoridos y los pastores reciben el tren
a pedradas. Hay accidentes y sabotajes. Los pueblos se enfrentan entre ellos
para que el ferrocarril pase o no pase por sus tierras. Los médicos dicen que
la alta velocidad del tren (unos 40 kilómetros hora de media) es perjudicial
para la salud. En las aldeas olvidadas, los que han visto el tren lo describen
a sus paisanos como un “demonio con ruedas”.
El mundo va a cambiar. Va a cambiar muy rápido. Al tren le sigue el barco a
vapor. Luego el coche. Luego el avión. Verne muere en 1905. Tres años antes los
hermanos Wright han realizado el que está considerado como
el primer vuelvo de un avión de la historia (aunque no patenten su invento, el
aeroplano, hasta 1908). Así lo imposible ya es posible. El hombre se ha librado
del transporte animal. Siglos y siglos midiendo distancias según las jornadas a
caballo. Ahora el tren, el barco de vapor, el coche, y finalmente el avión, van a hacer
que el mundo sea mucho más pequeño. ¿Tan pequeño como para darle la vuelta en
80 días? Por supuesto. Eso sería algo impensable en 1828, pero en 1905, cuando
muere Verne, eso es ya un hecho. El mundo se puede recorrer a una velocidad
inconcebible. Se ha abierto el Canal de Suez, se está construyendo el de
Panamá, América del Norte se puede recorrer en ferrocarril de punta a punta,
América del Sur pronto se recorrerá con el transandino. El Transiberiano te lleva a los confines de
Asia. Incluso se puede volar sobre el mar… Además de globos, ya conocidos desde hace mucho, están los modernos dirigibles.
¿Quién se acuerda hoy del Zepelin alemán? Pues ahí va un dato: de 1908 a 1914 la Asociación Alemana de Aviación
transportó a casi 35.000 personas en más de 1.500 vuelos sin un sólo incidente.
Y poco después, hasta el desastre del Hindenburg del 6 de mayo de 1937, el
Atlántico se puede cruzar por el aire. Hasta ese fatídico día, los dirigibles
alemanes lo cruzan 17 veces, transportando a 2798 pasajeros.
En 1872, dar la vuelta al mundo en 80 días aún es lo que llamaríamos
“Ciencia Ficción”. Algún lector puede elogiar la imaginación del autor. O puede
decir que “sólo fantasea”. En 1905 la novela de ciencia ficción es una simple
novela de aventuras. Dar la vuelta al mundo en “tan poco tiempo” no resulta una
hazaña sorprendente. La historia ha ido más rápida que su imaginación.
Pero la imaginación de Verne no se conforma con lo terrestre. Con la
tierra. El hombre del medievo vive aferrado a la tierra. El hombre renacentista
y el hombre contemporáneo son más exploradores, más viajeros. La aventura no es
cosa de locos (hay aventureros medievales, por supuesto, como Ibbn Battuta, o
como nuestro interesante y casi desconocido Pero Tafur, un noble castellano que
recorrerá por su cuenta y riesgo casi todo el mundo conocido por entonces, esto
es, Europa, Asia y una pequeña parte de África), pero hasta el siglo XIX el
hombre corriente no viaja. O viaja muy cerca. El que viaja lo hace por
necesidad, como los emigrantes a américa, no por placer o por curiosidad. Los
transportes modernos, con su velocidad y sus precios competitivos, ponen el
viaje al alcance de una buena parte de la humanidad.
Y esta humanidad está ansiosa por enfrentarse a los dos grandes retos, los
dos límites que aún no ha podido superar: el cielo y el fondo del mar. Y ahí
tenemos otra vez a Verne. Que imagina que conquista el cielo. Y aún más lejos…
El espacio… La Luna, lo más lejos que puede llegar la imaginación humana. Y el
mar… El inmenso océano… Pero no sus islas y sus corrientes marinas. Sino su
fondo. Lo desconocido. Lo oscuro. Esa parte del mundo que ningún ojo humano ha
visto aún. Y Verne quiere verlo. Verne quiere saber.
Verne siempre ha querido saber. De joven se encerraba en las bibliotecas de
Paris dispuesto a devorar todos los libros. Ahora quiere contar lo que sabe. Y
quiere contar algo más que eso: lo que imagina. Y su imaginación siempre está
echando una carrera con la historia. A ratos se adelanta la historia, a ratos
se adelanta él, pero al final no importa quien gane. Verne es un adelantado y
Verne es un iluminado. Pero Verne también es un soñador. Y Verne cree en el
progreso. Y sabe que está viviendo una época fantástica. Una época en que lo
más increíble se puede convertir en lo más rutinario.
Los trenes… A nosotros nos resulta imposible imaginar lo que pensó un
hombre de la primera mitad del siglo XIX cuando vio por primera vez un tren. Los
impresionistas no paran de pintarlos, ¿por qué será? Ya Turner lo había pintado
en 1844, y si nos fijamos bien lo pinta igual que pinta sus tempestades: algo
incontenible, poderoso, inabarcable, terrible, algo que estremece y no te puede
dejar indiferente. Darío de Regoyos lo toma por metáfora del progreso frente a
la tradición y el oscurantismo (“Viernes santo en Castilla”: la procesión
religiosa ignora al tren, y el tren ignora a la procesión, pero uno pasa sobre
los otros, uno se mueve raudo, los otros permanecen estáticos). Sagasta,
político liberal y hombre moderno, era ingeniero de ferrocarriles, ¿una
casualidad? El tren despierta recelos, pero nadie puede impedir su avance. Y
los adelantos mecánicos siempre se traducen en cambios sociales. Los cambios en
la industria artesanal llevan a las fábricas, pero las fábricas llevan a las
mujeres al trabajo. Y son los dueños de las fábricas los que les abren las
puertas. La familia se tambalea. Se reduce. Cambian los roles. O se amplían. El
hombre ya no es el único que tiene que traer dinero a casa. Los niños también
caen en la rueda del capitalismo industrial. El trabajo del campo tiene su
ritmo. El trabajo en la fábrica deshumaniza al hombre. Llueva o nieve, haga
calor o frío, por el día y por la noche, la fábrica no cierra nunca. Y el
hombre se adapta. No le queda más remedio…
En muy pocos años de la máquina de vapor y el carbón se pasa a la gasolina
y el motor de explosión, del tren a la carretera. Ahora los campos y los montes
no sólo se llenan de railes y de cables (el telégrafo y el teléfono, siempre
corriendo paralelo al tren) sino también de asfalto. Antes, en 1878, un rey
español se podía plantear cerrar una frontera a cal y canto, para que no
entrara nada que hiciera alusión a la Revolución Francesa (hasta los abanicos
se requisan). Ahora es imposible. El volumen de personas y de mercancías que se
mueven por toda Europa es imparable. Y con ellos van los libros y los
periódicos, las nuevas ideas…
Todo va rápido, muy rápido. ¿Quién es el soñador, quién es quién tiene una
imaginación desbordante?
Verne nos presenta hijos valientes, oficiales exploradores, inventores
entusiastas. ¿Sale todo de su cabeza?
Bertha Benz coge el invento de su marido, el ingeniero Benz, para ir a ver
a la abuela. No lo piensa. Una mujer puede moverse libremente. Sin permiso de
su marido. Son otros tiempos. ¿Y cuál es el invento en cuestión? El coche con
motor de gasolina, nada menos… ¡Eso en un momento en el que la gasolina sólo
existe en las farmacias y se usa como disolvente!
¿Quién se podía imaginar en 1828 que una buena señora iba a coger a sus
hijos e iba a recorrer 104 kilómetros por caminos polvorientos con un vehículo a
motor? No un hombre. No un rico con su caballo. No un comerciante o empresario
sentado en un cómodo asiento de tren… Un ama de casa que entrará en la historia
al coger, con toda naturalidad, un vehículo que hasta ese momento sólo se había
utilizado en cortos trayectos de prueba. Si los viajes en tren eran todo una
aventura, ¿qué calificativo se merece ese viaje? Estamos en 1888. La
imaginación de Verne no podía llegar tan lejos…
En el siglo XIX todo se pone patas arriba. Monet, Renoir,
Manet, Van Gogh, Gauguin, ponen el arte patas arriba. Bakunin, Marx, Engels,
Robert Owen, ponen patas arriba la política. Aparecen nuevos países. Caen
imperios. Hasta el Papa de Roma se da cuenta. El nombre de su encíclica de 1891
no tiene desperdicio: “De rerum novarum”. De las cosas nuevas. Y hay tantas.
Inventos como la electricidad, el teléfono, la radio, el cine, innumerables
máquinas para trabajar y para vivir. Nuevas clases sociales. Un nuevo urbanismo…
El hombre renacentista se sentía un hombre nuevo, que podía mirar a Dios con
orgullo, sin complejos. El hombre contemporáneo se siente no ya igual sino
superior a Dios (e incluso se plantea destituirlo, enterrarlo, sepultarlo en la
oscuridad de la superstición). No tiene límites. Ha recorrido el mundo. Ha
volado. Ha explorado cuevas y fondos oceánicos. Ha inventado ciencias nuevas y
descubierto los secretos de la naturaleza. Y donde no ha llegado aún sabe que
llegará pronto. Que su capacidad de progreso es infinita. Es una época optimista.
A veces los cambios son brutales. Hay guerras. Hay ambición desmedida. Hay
hambre, miseria y sufrimiento. Y todo eso está en las novelas de Julio Verne,
que no huye de la realidad, porque del mismo modo que Cezanne decía que “el
Louvre es el libro en el que aprendemos a leer”, Verne crea una nueva realidad
a partir de la vieja realidad.
En 1863, Verne había
escrito una novela llamada "París en el siglo XX" acerca de
un joven que vive en un mundo de rascacielos de cristal, trenes de alta
velocidad, automóviles de gas, calculadoras y una red mundial de
comunicaciones. La novela quedó inédita y no fue publicada hasta 1994. Esa
realidad asombrosa de 1863 ya era una realidad rutinaria en 1994. Verne y la
historia empatan en la línea de meta. Pero no todo es hermoso y positivo. El
siglo XIX tiene sus sombras. Y Verne lo sabe. Su novela “París en el siglo XX”
es pesimista. El progreso técnico no da la felicidad. O no lo da por sí sólo.
Verne, como otros escritores, acaba desencantado. Su vida personal no es muy
ejemplar. Un matrimonio desdichado. Graves problemas con su único hijo. ¿El
egoísmo del artista contra la vida familiar? ¿La vieja historia de siempre?
Desde luego, no fue un buen marido. Ni un buen padre. Sus viajes y sus libros
se llevaban su tiempo y sus energías. Pero el mundo cambiaba rápido y él no
quería perderse sus cambios. ¿Verne, un escritor fantástico? No. Lo fantástico
era el siglo XIX.
(Revista Jot Down, nº 3, especial Julio Verne, edición en papel)
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