lunes, 25 de noviembre de 2013

domingo, 10 de noviembre de 2013













COMIENZA LA TEMPORADA OTOÑO-INVIERNO, I



UNA HISTORIA DEL ARTE MODERNO EN MIL QUINENTAS PALABRAS (QUE NO VA A GUSTAR A UNOS CUANTOS)




Cuando unos cuantos alumnos rebeldes se largan del estudio de un viejo pintor para ponerse a pintar por su cuenta saben perfectamente lo que están haciendo. Son tan temerarios como ignorantes. La sima ya está descubierta. Es un abismo inmenso, de una negrura absoluta, sin límites, sin fondo. El abismo está ahí desde que Velázquez y Goya abrieron la brecha. Pero hasta el siglo XIX nadie estaba en condiciones de adentrarse en él. Para tener éxito en la exploración y conquista había que trabajar en grupo. Todos los intentos individuales, por muy honestos que fueran (Coubert, Turner…) estaban condenados al fracaso. Pero estamos a finales del siglo XIX, muy pocos años antes de que el Segundo Imperio francés se hunda en su propia vanidad y estupidez (y con él empiece a morir una manera de ver el mundo en la que vale más el honor que la vida, sobretodo si se trata de la vida de los otros), y la fotografía ha dado el golpe de gracia a la pintura. El pintor tiene una crisis de identidad insuperable. Desde las paredes de las tumbas etruscas hasta los cuadros que cuelgan en los grandes gabinetes, palacios y embajadas de la Europa liberal el pintor ha venido haciendo lo mismo, ha seguido la misma línea evolutiva. Y todo para ver que esa línea se termina bruscamente. La realidad ya no necesita a los pintores: tiene a los fotógrafos. Y curiosamente los fotógrafos y los pintores no son enemigos. De hecho la primera exposición impresionista se realiza en la galería de un fotógrafo parisino y, sólo por citar un ejemplo evidente, Degas empieza a utilizar la técnica de la imagen partida en sus cuadros, en una imitación clara de las fotografías. Entre ellos reina el sentido común: para mí la realidad, para ti el abismo. Y al abismo se lanzan, como lo que son, jóvenes imprudentes y aventureros, los primeros impresionistas. Ellos no saben que están iniciando la destrucción sistemática del arte. Bueno, es normal, otros no supieron o no llegaron a comprender hasta qué punto estaban destruyendo la literatura, la ciencia, la filosofía o la religión. 
(...)




                                                                                         (Foto del autor)




sábado, 9 de noviembre de 2013







LO QUE PASÓ ENTRE TU PAPA Y TU MAMA




Aquel verano, ya lo sabes, trabajaba en el yacimiento. Y aquella noche habíamos bajado en los coches al pueblo, a un pueblo cercano. Nos habían dicho que eran fiestas y que habría música en directo. Por pura casualidad me tocó compartir una furgoneta con una chica llamada Emma. El viaje de vuelta fue muy silencioso. Todos dormían menos el conductor, ella que iba en la parte de atrás, apretujada junto a la ventana, y yo, que iba en el asiento del copiloto. Ella miraba a través del cristal y lloraba en silencio. Estaba borracha. Yo había visto muchas veces esa escena: ella llorando borracha, él follando tranquilamente en alguna tienda, o puede que en alguna litera de algún barracón de la zona intermedia. Esas cosas pasaban todas las noches. No era nada especial… Algunas noches veía a alguna pareja discutiendo cuando hacía mi ronda. Otras veces recogía a alguna chica o algún chico y me los llevaba a un lugar cubierto, porque las noches del altiplano eran muy traicioneras, y no quería que, además de con el corazón roto, amanecieran con un resfriado horrendo o algo peor. Aquello no era algo de lo que me gustaba hablar. Yo me limitaba a mirar y no actuaba si no era necesario. Y allí, en esa furgoneta, mirando a Emma por el espejo retrovisor, actuar no me parecía necesario. Ella aún trataba de mantener el tipo. No quería que la vieran llorando. Pero en cuanto bajara del vehículo, se echaría a los brazos de cualquiera. Y era guapa. No le faltarían candidatos para consolarla.
¿Aquello estaba bien? Todas las noches pasaba lo mismo en algún lugar del campamento. Era una pena. Pero así estaban las cosas. Me pregunté con quién acabaría la noche. Conocía a varios posibles candidatos. Ninguno me parecía digno de ella.
Menos de una hora después Emma estaba en mi cama, bien dispuesta, preparada para lo que iba a suceder. Ya no lloraba. Estaba tan decidida como yo. Iba a pagar a su novio con la misma moneda. Fue un polvo cojonudo. Salió todo perfecto. Yo estaba furioso porque había hablado por teléfono con Helena, mi ex mujer. Y Emma iba a pagar el pato. Yo no suelo ser maleducado, pero con ella lo fui. Primero me levanté y me fui a mear y a beber agua. Luego, al regresar y ver que se había quedado dormida, la desperté bruscamente y la eché de mi habitación. La eché de la manera más fácil: cabreándola.
-Si te quedas preñada yo no quiero saber nada. Que quede claro –le dije, sin que viniera a cuento.
Ella se enfadó mucho. Me llamó cabrón y cerdo insensible y no sé qué cosas más. Yo respiré tranquilo. Ella se fue y me quedé solo, pensando que no era para tanto. Luego me pregunté si no había ido demasiado lejos. Pero ella se había marchado y, con un poco de suerte, nadie sabría nada. Y eso era lo único importante.
A partir de ese momento Emma fue un caso cerrado. Yo continué con mi vida de siempre. Y ella siguió con la suya. No volvimos a acostarnos en todo el verano, ni tuvimos la menor intención de hacerlo. Ella aguantó toda la campaña. Se peleó con el capullo de su novio, como suponía, pero no se fue (se fue él). Lo que hizo fue liarse con un arqueólogo. Bueno, con un aspirante a arqueólogo, un chaval que, dentro de lo que cabe, no me resultaba demasiado desagradable. Un día no la vi en el comedor y le pregunté por ella. “Se ha ido a Madrid, pero vendrá pasado mañana”, me contestó. No volví a preguntar por ella ni me paré a pensar qué motivos le habían llevado a irse a Madrid.
Nos volvimos a ver casi medio año después, en unas conferencias de la facultad. Ella estaba sola. Al principio traté de evitarla. Pero ella vino hacia mí después de la conferencia y me habló como si fuera un viejo amigo. De manera que nos fuimos a un bar y nos sentamos a tomar algo. Le pregunté por el futuro arqueólogo y me contestó que seguían juntos.
–¿No te caen muy bien, los arqueólogos, verdad? –me preguntó.
–Tú misma lo has visto. Son unos prepotentes… Y unos explotadores. El tuyo aún es un pimpollo, pero ya crecerá…
Estuvimos hablando del campamento. Luego hablamos de su vida privada. Me contó que Pedro, así se llamaba, estaba a punto de leer su tesis doctoral y que estaba insoportable. Que no se le podía decir nada y que siempre estaba encerrado en el despacho, o en la biblioteca de la universidad. De sus palabras deduje que su relación no tenía futuro. Para entonces yo ya estaba decidido a quedarme con ella, a hacer que esa misma noche se viniera conmigo, costara lo que costara. ¿Por qué? Para empezar porque estaba muy guapa. Así como estaba, vestida con un simple vaquero y una camisa ajustada, con el pelo cortado a lo chico en lugar de su media melena. Y segundo: porque yo había estado todo este tiempo pensando en ella. Todas estas noches y días sin podérmela quitar de la cabeza. Lo que había empezado con un simple polvo se había convertido en una obsesión. O algo peor que eso.
La cogí de la mano y la arrastré hasta el coche. Mi intención era esperar hasta llegar a mi casa, pero empezamos a follar en el mismo garaje. Como ella llevaba vaqueros, resultó un poco incómodo hacerlo en el asiento del conductor y nos fuimos a los asientos traseros. Ella llamó a Pedro y le soltó una excusa. Luego pasamos la noche en mi piso.
Por la mañana se fue y no volví a verla hasta un mes después. Fue un mes desesperante, uno de los meses más largos e insoportables de mi vida. Todas las tardes esperaba que me llamara. Si salía de casa sufría pensando que ella podría llamar justo en ese momento. Luego imaginaba un montón de problemas. Imaginaba que ella perdía mi número, que su novio se volvía loco por la tesis, cosas así.
En aquel momento ya no tenía dudas. Estaba colado por ella. Yo ya era mayor para esas tonterías, pero había vuelto a caer en las redes del amor como un bobo. Para intentar quitármela de la cabeza, iba a ver a mi ex mujer y a mi hijo. Pero era inútil. Mi sentido común había dejado de funcionar. Había algo en ella que había cambiado. Sólo habíamos estado juntos una noche, pero aquello había sido suficiente para saber que aquella joven ingenua, casi inocente, del pasado verano se había convertido en una mujer mucho más adulta, más segura de si misma. Pero aún conservaba el entusiasmo en sus ojos. Estaba en el momento perfecto, ese momento entre la madurez y la resignación, entre la astucia y la desconfianza. Sabía mucho más de la vida, pero aún tenía ganas de comerse el mundo, aún no estaba escarmentada. Yo sabía que, si no perdíamos el tiempo, aún podíamos ser felices durante algunos años. Pero no le había dicho nada. La había dejado ir como un idiota. Y ahora todo dependía de ella, de su voluntad o deseo de volver a verme.
Y, sin embargo, llamó. Llamó cuando ya casi no la esperaba. Llamó para quedar en un bar, para decirme que “Teníamos que hablar” (algo que siempre me ha sonado muy mal). Pero llamó. Llamó y eso es lo que importa.
Pasara lo que pasara, yo estaba contento. Y contento hubiera ido al matadero…
“Ya lo has visto todo en esta vida”, solía repetirme por entonces. Pero me equivocaba. Y aquella tarde la vida me soltó dos buenos sopapos.
–¿Recuerdas julio? ¿No sabes para que me fui a Madrid? ¿De verdad que no te lo imaginas?
Le respondí la verdad. Ni me lo imaginaba entonces ni me lo imaginaba ahora.
–Fui a abortar. Seguí tu consejo.
No estaba enfadada. Pero tampoco estaba contenta. Me costó reaccionar. No entendía para qué me lo contaba a estas alturas. Ella no tardó en aclarármelo.
–Lo que no me explico es cómo he sido tan imbécil… Cómo me ha vuelto a pasar…
¿Qué? ¿Estaba oyendo eso? Aquello no podía ser cierto…
–Eso es imposible… –protesté.
–No. De eso nada. Difícil sí. Imposible no.
No quedaba mucho más que decir. Durante los siguientes diez minutos estuve odiándome a mí mismo. ¿Cómo podía tener tan mala suerte? Con mi mujer ya me había casado de penalti. Otra vez la misma historia… Traté de buscar una salvación desesperada. Le pregunté si estaba seguro que era mío (algo que nunca se debe hacer en estos casos). Ella podía haberse levantado de la mesa y haber desaparecido de mi vida para siempre. Pero me miró fijamente y se limitó a decir.
–Es tuyo. Seguro.
Me contó que con Pedro siempre usaban condón. Que con el único hombre que había sido tan imprudente era conmigo. Y que no se explicaba cómo había sido tan insensata.
–La culpa no es tuya. Es mía –le dije
–No. Es de los dos… –replicó ella.
Salimos juntos del bar. Aunque no hacía ninguna falta, aún le pregunté qué pensaba hacer.
–Aún puedo seguir tu consejo –me contestó, sonriendo.
–De eso nada –le respondí yo.
Nos dimos un beso. Ella trajo sus cosas y arrinconó mis trastos en un cuarto. El resto, hijo mío, tú ya lo sabes…

(relato perteneciente al libro "A ras de suelo", Ed. Groenlandia, en prensa)