LO
QUE PASÓ ENTRE TU PAPA Y TU MAMA
Aquel verano, ya lo sabes, trabajaba en
el yacimiento. Y aquella noche habíamos bajado en los coches al pueblo, a un
pueblo cercano. Nos habían dicho que eran fiestas y que habría música en directo.
Por pura casualidad me tocó compartir una furgoneta con una chica llamada Emma.
El viaje de vuelta fue muy silencioso. Todos dormían menos el conductor, ella
que iba en la parte de atrás, apretujada junto a la ventana, y yo, que iba en
el asiento del copiloto. Ella miraba a través del cristal y lloraba en
silencio. Estaba borracha. Yo había visto muchas veces esa escena: ella
llorando borracha, él follando tranquilamente en alguna tienda, o puede que en
alguna litera de algún barracón de la zona intermedia. Esas cosas pasaban todas
las noches. No era nada especial… Algunas noches veía a alguna pareja
discutiendo cuando hacía mi ronda. Otras veces recogía a alguna chica o algún
chico y me los llevaba a un lugar cubierto, porque las noches del altiplano
eran muy traicioneras, y no quería que, además de con el corazón roto,
amanecieran con un resfriado horrendo o algo peor. Aquello no era algo de lo
que me gustaba hablar. Yo me limitaba a mirar y no actuaba si no era necesario.
Y allí, en esa furgoneta, mirando a Emma por el espejo retrovisor, actuar no me
parecía necesario. Ella aún trataba de mantener el tipo. No quería que la
vieran llorando. Pero en cuanto bajara del vehículo, se echaría a los brazos de
cualquiera. Y era guapa. No le faltarían candidatos para consolarla.
¿Aquello estaba bien? Todas las noches
pasaba lo mismo en algún lugar del campamento. Era una pena. Pero así estaban
las cosas. Me pregunté con quién acabaría la noche. Conocía a varios posibles
candidatos. Ninguno me parecía digno de ella.
Menos de una hora después Emma estaba en
mi cama, bien dispuesta, preparada para lo que iba a suceder. Ya no lloraba.
Estaba tan decidida como yo. Iba a pagar a su novio con la misma moneda. Fue un
polvo cojonudo. Salió todo perfecto. Yo estaba furioso porque había hablado por
teléfono con Helena, mi ex mujer. Y Emma iba a pagar el pato. Yo no suelo ser
maleducado, pero con ella lo fui. Primero me levanté y me fui a mear y a beber
agua. Luego, al regresar y ver que se había quedado dormida, la desperté
bruscamente y la eché de mi habitación. La eché de la manera más fácil:
cabreándola.
-Si te quedas preñada yo no quiero saber
nada. Que quede claro –le dije, sin que viniera a cuento.
Ella se enfadó mucho. Me llamó cabrón y
cerdo insensible y no sé qué cosas más. Yo respiré tranquilo. Ella se fue y me
quedé solo, pensando que no era para tanto. Luego me pregunté si no había ido
demasiado lejos. Pero ella se había marchado y, con un poco de suerte, nadie
sabría nada. Y eso era lo único importante.
A partir de ese momento Emma fue un caso
cerrado. Yo continué con mi vida de siempre. Y ella siguió con la suya. No
volvimos a acostarnos en todo el verano, ni tuvimos la menor intención de
hacerlo. Ella aguantó toda la campaña. Se peleó con el capullo de su novio,
como suponía, pero no se fue (se fue él). Lo que hizo fue liarse con un
arqueólogo. Bueno, con un aspirante a arqueólogo, un chaval que, dentro de lo
que cabe, no me resultaba demasiado desagradable. Un día no la vi en el comedor
y le pregunté por ella. “Se ha ido a Madrid, pero vendrá pasado mañana”, me
contestó. No volví a preguntar por ella ni me paré a pensar qué motivos le
habían llevado a irse a Madrid.
Nos volvimos a ver casi medio año
después, en unas conferencias de la facultad. Ella estaba sola. Al principio
traté de evitarla. Pero ella vino hacia mí después de la conferencia y me habló
como si fuera un viejo amigo. De manera que nos fuimos a un bar y nos sentamos
a tomar algo. Le pregunté por el futuro arqueólogo y me contestó que seguían
juntos.
–¿No te caen muy bien, los arqueólogos,
verdad? –me preguntó.
–Tú misma lo has visto. Son unos
prepotentes… Y unos explotadores. El tuyo aún es un pimpollo, pero ya crecerá…
Estuvimos hablando del campamento. Luego
hablamos de su vida privada. Me contó que Pedro, así se llamaba, estaba a punto
de leer su tesis doctoral y que estaba insoportable. Que no se le podía decir
nada y que siempre estaba encerrado en el despacho, o en la biblioteca de la
universidad. De sus palabras deduje que su relación no tenía futuro. Para
entonces yo ya estaba decidido a quedarme con ella, a hacer que esa misma noche
se viniera conmigo, costara lo que costara. ¿Por qué? Para empezar porque
estaba muy guapa. Así como estaba, vestida con un simple vaquero y una camisa ajustada,
con el pelo cortado a lo chico en lugar de su media melena. Y segundo: porque
yo había estado todo este tiempo pensando en ella. Todas estas noches y días
sin podérmela quitar de la cabeza. Lo que había empezado con un simple polvo se
había convertido en una obsesión. O algo peor que eso.
La cogí de la mano y la arrastré hasta el
coche. Mi intención era esperar hasta llegar a mi casa, pero empezamos a follar
en el mismo garaje. Como ella llevaba vaqueros, resultó un poco incómodo
hacerlo en el asiento del conductor y nos fuimos a los asientos traseros. Ella
llamó a Pedro y le soltó una excusa. Luego pasamos la noche en mi piso.
Por la mañana se fue y no volví a verla
hasta un mes después. Fue un mes desesperante, uno de los meses más largos e
insoportables de mi vida. Todas las tardes esperaba que me llamara. Si salía de
casa sufría pensando que ella podría llamar justo en ese momento. Luego
imaginaba un montón de problemas. Imaginaba que ella perdía mi número, que su
novio se volvía loco por la tesis, cosas así.
En aquel momento ya no tenía dudas.
Estaba colado por ella. Yo ya era mayor para esas tonterías, pero había vuelto
a caer en las redes del amor como un bobo. Para intentar quitármela de la
cabeza, iba a ver a mi ex mujer y a mi hijo. Pero era inútil. Mi sentido común
había dejado de funcionar. Había algo en ella que había cambiado. Sólo habíamos
estado juntos una noche, pero aquello había sido suficiente para saber que
aquella joven ingenua, casi inocente, del pasado verano se había convertido en
una mujer mucho más adulta, más segura de si misma. Pero aún conservaba el
entusiasmo en sus ojos. Estaba en el momento perfecto, ese momento entre la
madurez y la resignación, entre la astucia y la desconfianza. Sabía mucho más
de la vida, pero aún tenía ganas de comerse el mundo, aún no estaba
escarmentada. Yo sabía que, si no perdíamos el tiempo, aún podíamos ser felices
durante algunos años. Pero no le había dicho nada. La había dejado ir como un
idiota. Y ahora todo dependía de ella, de su voluntad o deseo de volver a
verme.
Y, sin embargo, llamó. Llamó cuando ya
casi no la esperaba. Llamó para quedar en un bar, para decirme que “Teníamos
que hablar” (algo que siempre me ha sonado muy mal). Pero llamó. Llamó y eso es
lo que importa.
Pasara lo que pasara, yo estaba contento.
Y contento hubiera ido al matadero…
“Ya lo has visto todo en esta vida”,
solía repetirme por entonces. Pero me equivocaba. Y aquella tarde la vida me
soltó dos buenos sopapos.
–¿Recuerdas julio? ¿No sabes para que me
fui a Madrid? ¿De verdad que no te lo imaginas?
Le respondí la verdad. Ni me lo imaginaba
entonces ni me lo imaginaba ahora.
–Fui a abortar. Seguí tu consejo.
No estaba enfadada. Pero tampoco estaba
contenta. Me costó reaccionar. No entendía para qué me lo contaba a estas
alturas. Ella no tardó en aclarármelo.
–Lo que no me explico es cómo he sido tan
imbécil… Cómo me ha vuelto a pasar…
¿Qué? ¿Estaba oyendo eso? Aquello no
podía ser cierto…
–Eso es imposible… –protesté.
–No. De eso nada. Difícil sí. Imposible
no.
No quedaba mucho más que decir. Durante
los siguientes diez minutos estuve odiándome a mí mismo. ¿Cómo podía tener tan
mala suerte? Con mi mujer ya me había casado de penalti. Otra vez la misma
historia… Traté de buscar una salvación desesperada. Le pregunté si estaba
seguro que era mío (algo que nunca se debe hacer en estos casos). Ella podía
haberse levantado de la mesa y haber desaparecido de mi vida para siempre. Pero
me miró fijamente y se limitó a decir.
–Es tuyo. Seguro.
Me contó que con Pedro siempre usaban
condón. Que con el único hombre que había sido tan imprudente era conmigo. Y
que no se explicaba cómo había sido tan insensata.
–La culpa no es tuya. Es mía –le dije
–No. Es de los dos… –replicó ella.
Salimos juntos del bar. Aunque no hacía
ninguna falta, aún le pregunté qué pensaba hacer.
–Aún puedo seguir tu consejo –me
contestó, sonriendo.
–De eso nada –le respondí yo.
Nos dimos un beso. Ella trajo sus cosas y
arrinconó mis trastos en un cuarto. El resto, hijo mío, tú ya lo sabes…
(relato perteneciente al libro "A ras de suelo", Ed. Groenlandia, en prensa)
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