miércoles, 28 de diciembre de 2016







El tren parece meterse en una ratonera, el barranco se estrecha repentinamente, los montes no son muy altos, pero se cierran sobre él, parece que no hay salida, y de repente el embudo da paso a una meseta llana y fácil de cruzar. Hemos subido a los ochocientos metros y durante unos kilómetros el ferrocarril no se tropieza con ningún obstáculo. Pero pasamos Muniesa y vuelven las montañas. Y pasa lo mismo, las montañas se van cerrando sobre la vía, la van arrinconando, obligan al tren a curvas cerradas, terraplenes, trincheras y cuando el túnel parece inevitable, el tren encuentra un paso oculto entre dos peñascos y llega a su punto  más alto, a más de mil cien metros. Esta vez no salimos a un nuevo altiplano, sino que bajamos velozmente a un valle estrecho y fértil, un valle de fondo plano y verde, con muchos campos de frutales y choperas junto al río. Ya casi hemos llegado a Utrillas, el pueblo que da nombre al tren. Pero no llegaremos hasta sus casas. Un corto pero infranqueable cañón nos detiene a muy pocos kilómetros de la localidad. (...)


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