miércoles, 6 de diciembre de 2017








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Los camiones pasan pero no paran, los coches, los pocos que circulan, tampoco. No tienen ningún motivo para parar. No hay gasolinera. No hay bar. No hay gente. O si la hay, no sale a la calle. Hace un tiempo muy agradable. Sólo dos grados por encima de cero. Pero eso no es frío. Los que viven por aquí saben que eso no es frío. El frío de verdad aún no ha llegado. Casi ya diciembre y aún sin nieve en el Moncayo. Miento: ayer lloviznó. Y hoy el Moncayo está cubierto de niebla. Tal vez haya nieve, un poco de nieve, los primeros copos del invierno, pero de momento es imposible saberlo. Ha salido el sol, pero la cumbre del Moncayo está completamente oculta. Y no sería extraño que estuviera así todo el día, o varios días. El Moncayo es el muro que todos los camioneros miran de reojo. La carretera va directo hacia él. Pero por suerte se desvía y después de un pequeño puerto llega a Ólvega. Y desde allí corre directa hacia el valle del Ebro. Donde al frío se le une la humedad del río y el viento que barré todo el valle.

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(foto del autor)




sábado, 2 de diciembre de 2017






Esta historia debería empezar por el final. Esta historia debería empezar con un piano de Win Mertens. O con un piano de Michael Myman. Esta historia debería empezar con una despedida. Mi despedida. Nuestra despedida.
Te lo he contado muchas veces.
Los fotógrafos, la gente, los gritos… Un barco que se tambalea en la tormenta y el capitán diciendo que todo va bien, que los señores pueden continuar con la cena. Y las olas nos golpean y no hay nada que temer.
Los que mueren no son peores que los que sobreviven.
Los que mueren son, de hecho, muchas veces, los mejores.
Y yo estoy viva. O eso parece. Y por eso tengo la obligación de contarlo.
Lo siento.
Lo siento por todos.
Yo no sé qué demonios hago aquí. Supongo que he tenido más suerte, simplemente eso.
Y ya sé que tú te alegras. Tú siempre con tus bromas diciéndome que yo soy indestructible. Que no moriré nunca porque la muerte me es completamente indiferente.
Pero yo también me muero. Me muero muy despacio. Me muero en cada línea y en cada palabra. Y siento pena. No por mí ni por ti. No por nadie en concreto. ¡Y mira que hay nombres en la lista...! No. Siento pena por todo lo que dije y todo lo que pude hacer. Y por todo lo que no dije y tampoco hice. Y por todo lo que hice y no te dije que había hecho. Y todo lo que pensé y no llegué a decir.
Es una pena ambigua y goteante. No es mortal pero mata. No viene por ningún sitio, pero está dentro y ahoga.
Y no sirve para nada.
Como tampoco sirve para nada decir que lo siento. Pero lo digo…

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sábado, 7 de octubre de 2017








¿POR QUÉ NO DESAPARECEN LAS NACIONES?


¿Vaya pregunta, no? Pues porque no quieren desaparecer, eso para empezar. ¿Y por qué no quieren desaparecer? Bueno, bueno, esto ya es más difícil de responder. Vamos a ver qué ha pasado en Europa. Vamos a ver qué ha pasado en Europa desde que Ernest Renan pronunciara su famoso discurso en La Sorbona en 1882 y dijera esto:

Las naciones no son algo eterno. Han tenido un inicio y tendrán un final. Probablemente, la confederación europea las reemplazará. Pero no es ésta la ley del siglo en que vivimos. En la hora presente, la existencia de las naciones es buena, incluso necesaria. Su existencia es la garantía de la libertad que se perdería si el mundo no tuviese más que una ley y un amo.

A mí me hace mucha gracia eso de “la confederación europea las reemplazará”. Por eso me planteo resumir un poco la historia de Europa en los siglos XIX y XX, para ver porqué esas naciones Europas, que no son algo eterno, se resisten a desaparecer. Por qué no ha llegado aún (y no se sabe si llegará nunca) esa “confederación europea” de la que hablaba Renan hace más de un siglo.

¿Qué es una nación? Ese fue el título de su discurso. Para Renan las naciones, en su época, eran útiles, buenas. Pero su mundo y el muestro no son lo mismo. Y sin embargo nadie se plantea realmente una confederación europea. A todo lo más que se ha llegado es a la Unión Europea, que se creó como una unión estrictamente económica, y desde el Tratado de Roma hasta el Tratado de Maastrich (lo que implica más de 30 años) fue básicamente eso, un acuerdo económico. Sí, luego viene la unión política y social. Y ahí empiezan los problemas. Y luego viene la crisis y algunos países se empiezan a preguntar seriamente si la cosa no ha llegado demasiado lejos y hay que volver a donde estábamos, es decir romper la unión y volver a la plena independencia. Sin entrar en polémicas… ¿Hasta qué punto un país está dispuesto a renunciar a parte de su soberanía?

Ahora tenemos el Brexit y yo no sé que pasará. Pero lo que me interesa es analizar cómo hemos llegado hasta ahí. De dónde partíamos y dónde estamos. Por tanto toca hablar del gran demonio del siglo XIX: Napoleón.

Napoleón era como Atila pero en versión algo más moderna. Qué fuera o no fuera revolucionario es lo de menos: se cargó el mapa europeo. Como un tornado que lo barre todo y no deja ni una casa en pie. Cuando por fin acaban con esa bestia atea, ese demonio maligno, los reyes absolutistas, sensatos ellos, se ponen de acuerdo para volver a montar el puzzle. Claro está, de paso, hacen algunos cambios. Y el resultado les gusta mucho. Del Congreso de Viena se pasa a la “Santa Alianza”. Luego vienen los ingleses, que parece que pasan por ahí de casualidad pero son los que cortan el bacalao y se montan varios acuerdos más: la “Cuádruple alianza” y la “Quíntuple Alianza”, y ya tenemos la cosa atada y bien atada. Los absolutistas recuperan lo perdido y se hacen fuertes

Salta la alarma en España, unos liberales muy puñeteros quieren que Fernando VII acepte la Constitución del 12. Eso está muy feo pero se soluciona rápido: un ejército francés entra en España y sin ningún problema espanta a los liberales malos y vuelve a poner al rey bueno. Y todos se vuelven a sus casas tan tranquilos. Fernando VII le coge gusto a pedir ayuda y quiere que sus amigotes absolutistas le ayuden con otros rebeldes puñeteros: los criollos americanos. Estos no son tan liberales como puede parecer, pero una rebelión en las colonias es una cosa muy fea. El zar ruso no quiere que el ejemplo americano se pueda extender a otras partes y está dispuesto a prestarle ayuda. Y ahí se empieza a ver porque son los ingleses los que realmente cortan el bacalao en la Europa del XIX. A los ingleses les viene bien la independencia de Hispanoamérica. Y por tanto vetan cualquier intento de ayuda a Fernando VII. Y asunto cerrado. No se habla más del tema.

El bloque absolutista aguanta la oleada revolucionaria de 1820 sin problemas. Pero en 1830, con la segunda oleada revolucionaria, la cosa cambia. Bélgica por su cuenta decide separarse de Holanda y curiosamente nadie se lo impide. En Francia Carlos X se pasa de listo en su intento de volver a implantar el absolutismo y pierde la corona. Hay que decir que él no era “estrictamente” un rey absoluto, puesto que tenía que mantener la “carta otorgada” de Luis XVIII.

Peor será la oleada revolucionaria de 1848, la última de todas. 1848 es la muerte del absolutismo en Europa Occidental. Pero 1848 también es la victoria del nacionalismo.
Y son cosas distintas, pero liberalismo y nacionalismo formarán la nueva Europa, una Europa ni prevista ni deseada en el Congreso de Viena.
Vamos por partes…

Hay un asunto que tapa a los demás: las reivindicaciones sociales. 1848 es el año del “Manifiesto Comunista”. En Francia los burgueses y el pueblo no van juntos, ahora luchan a muerte entre ellos. Donde aún quedaba absolutismo los reyes, incapaces de frenar la sublevación, tienen que empezar a dar constituciones y a establecer parlamentos (luego, si pueden, darán marcha atrás y volverán al absolutismo, pero será una agónica lucha por mantener un sistema que ya está muerto). Y, por debajo de todo, es el año del inicio de los dos grandes movimientos nacionalistas europeos: el nacionalismo italiano y el nacionalismo alemán.
En Italia el rey Carlos Alberto, que gobierna en Piamonte-Cerdeña, declara la guerra a los austriacos. La pierde y tiene que abdicar a favor de su hijo Víctor Manuel. Carlos Alberto ha firmando una auténtica constitución, el “Estatuto Albertino”, en plena oleada revolucionaria, y eso ya no cambia. Su hijo será un rey constitucional, parlamentario, que además de liberal será el encargado de consumar la unificación italiana. Al mismo tiempo en Frankfurt nace un parlamento, un parlamento popular y espontáneo, fruto de la rebelión burguesa-liberal. Recordemos que el territorio alemán se llama entonces “Confederación germánica”. Esa confederación se creó después del paso de Napoleón y en realidad no tenía ninguna unión: era un montón de pequeños estados independientes, que presidía Austria y donde destacaba el reino de Prusia. Hasta el parlamento de Frankfurt el único intento de unión había sido económico: el llamado “Zollverein”, que implicó la supresión de las aduanas y que, y no es un dato anecdótico, dejaba fuera a Austria. El parlamento de Frankfurt fracasa porque el rey de Prusia no quiere aceptar la corona. Los revolucionarios le proponen ser rey de una futura Alemania, pero él es un rey absolutista y no puede aceptar que el poder se lo dé el pueblo. Al final Prusia será la que unifique el país, pero desde arriba, desde el poder, y ya no será un poder absolutista porque el rey de Prusia al final también tendrá que dar una constitución, pero sí será un poder autoritario, porque esta constitución da poco poder al pueblo y le reserva mucho poder al rey. Para que Prusia unifique Alemania tendrán que suceder tres guerras, la guerra contra Dinamarca en 1864, la guerra contra Austria en 1866 y la guerra contra Francia en 1870. Ese año, 1870, es también el año de la unificación italiana: no es ninguna casualidad.

Resumiendo, el nacionalismo empieza mal. En 1848 los italianos pierden contra los austriacos y el pueblo alemán no encuentra rey para su nuevo estado. Vale, no pasa nada. Los problemas iniciales no frenarán el proceso. Al contrario, desde ese fracaso inicial ya todo serán victorias. Aquí aparecen dos políticos fundamentales, dos hombres muy inteligentes, muy astutos y muy pragmáticos: Cavour y Bismarck.

Cavour es el ministro de Víctor Manuel II. Logra que el emperador francés entre en guerra para atacar juntos a los austriacos, a los que vencen en Magenta y Solferino. Resultado: La Lombardía pasa de manos austriacas a manos italianas. Luego se las apaña para que Francia haga la vista gorda con los ducados centrales italianos, que se anexionan al reino de Piamonte-Cerdeña, y que también haga la vista gorda cuando Víctor Manuel envía a Garibaldi a conquistar el reino borbón de las Dos Sicilias. Estamos ya en 1850 y ya sólo queda el centro de Italia, los Estados Vaticanos. Pero ahí la unificación se frena porque el emperador francés apoya al Papa. Para que Napoleón III le dejara hacer, Cavour le había cedido las regiones de Saboya y Niza, que pasan a ser francesas. Pero con el Papa no se puede hacer nada. Es intocable. Y para que quede claro los franceses mandan un ejército a Roma y no lo retirarán hasta 1870. ¿Y qué pasa en 1870? Pues que entran en guerra con Prusia y son derrotados. Napoleón III cae y se acaba el Segundo Imperio Francés. Tiene que retirar a los soldados de Roma y eso lo aprovechan los italianos. Antes, en 1866, también han aprovechado la derrota Austriaca a manos de Prusia para quitarles el Véneto, otra de las regiones del Norte que pertenecían a Austria. Ahora por fin pueden entrar el Roma. El Papa, indefenso, se cabrea mucho, pero no puede hacer nada. Italia ya es un país.

Y Alemania también, claro. Porque ahora ya no es Prusia, ahora ya es Alemania. Y no un país cualquiera: es el Segundo Imperio Alemán. El mapa de Europa ha cambiado mucho desde 1815. Pero en Europa Oriental los cambios son mínimos. Polonia, por ejemplo, sigue controlada por los rusos. Ya he dicho que los ingleses parece que no pinten nada, que no se enteren de nada, que pasen de todo (son los años del “espléndido aislamiento”, de la “Inglaterra Victoriana”), pero de eso nada. Se enteran de lo que se tienen que enterar. A veces actúan para que algo cambie, a veces actúan para que algo no cambie. Los belgas pueden ser independientes. Los polacos ni hablar. No hay que tocar las narices a los rusos. A no ser que haga falta, porque entonces sí que se las tocan, ¡y bien tocadas! Tenemos dos ejemplos muy claros: la Guerra de Crimea (1854-56) y el Congreso de Berlín y la revisión del Tratado de San Estefano (1878). Los ingleses quieren un Imperio Otomano débil, pero no un Imperio Otomano muerto. Ayudan a los griegos a ser independientes (y luego les imponen un rey absoluto y extranjero), pero no piensan consentir que los rusos machaquen a los turcos. Saben que los turcos son los únicos que separan a los rusos del Mediterráneo. Por eso envían un ejército al Mar Negro y convencen a los franceses para que hagan lo mismo. Y cuando no apoyan a los turcos con las armas, los apoyan con la diplomacia, obligando al ganador a revocar un tratado de paz que no les conviene.

Si queréis estudiar la historia de los tratados de paz en el mundo en el siglo XIX, tenéis que saber que siempre tienen una cláusula secreta: “con permiso de los ingleses”. A los japoneses les pasa lo mismo contra los chinos (y eso que los propios ingleses ya habían dado dos palizas a los chinos con las “guerras del opio”, pero aquí también vale lo de los turcos: débiles pero no muertos). También es lo que hacen con la guerra de España contra el sultán marroquí de 1859-1860 (donde, por cierto, el bueno de Prim vuelve a desenvainar la espada, que las Cortes ya le empezaban a aburrir y una buena batalla te rejuvenece mucho). Esta guerra fue una victoria rotunda de los españoles, pero a los ingleses no les pareció bien y tuvimos que devolver Tetuán al Sultán.  

Volvamos a los Balcanes. Allí se pegan los rusos con los turcos, pero hay otros interesados. Los austriacos también quieren una salida al mediterráneo. Consiguen que les dejen meter mano en Bosnia, con permiso inglés, claro, porque era una parte del Imperio Otomano, al menos en teoría. Y allí seguirán, primero como “protectores” y luego como “anexionadores” (desde 1908), hasta que los Serbios empiecen la gran traca y uno de los cohetes vaya a caer inesperadamente en el centro del gran polvorín que entre unos y otros han ido formando durante muchos años. Ya se sabe: si vas amontonando cajas de dinamita en el patio trasero, lo mismo el día menos pensado te explotan.

La explosión provocará, claro está, la Primera Guerra Mundial. Y esa guerra será el final de los imperios que quedaban en Europa. El imperio turco ya estaba medio muerto y ya casi no era Europeo, pero seguía teniendo la capital en este lado del Bósforo. El Segundo Imperio Alemán duró poco. Los ingleses no podían permitir que el Kaiser Guillermo II quisiera meterse en el asunto del colonialismo. El Imperio Austrohúngaro era un superviviente. Algo muy extraño: había aguantado bastante bien el terremoto del 48. Es cierto que el emperador tuvo que firmar una constitución y tuvo que dar derechos a los campesinos y tuvo que pelear contra los nacionalistas checos y húngaros, pero la cuestión es que aguantó. Y luego, después de la derrota contra los prusianos en Sadowa en el 66 también lo volvió a pasar mal, pero el imperio aguantó. Simplemente le hicieron un buen lavado de cara: se convirtió en una monarquía dual, donde el rey de Austria también era rey de Hungría y donde los húngaros tenían su propio parlamento. Por lo demás era un imperio autoritario y muy conservador, lo más cercano al absolutismo sin ser absolutismo.

Y luego está el más absolutista de todos, el que no se había enterado de nada, el que sí vivía realmente en un “espléndido aislamiento”, el que era tan poderoso que no se conformaba con tener todo el poder político, también quería tener el poder religioso (y lo tenía). El Zar ruso controlaba los cuerpos y controlaba las almas, y no sabía que el absolutismo y la teocracia ya no existían en el resto del continente. Alejando II quiso reformar su país, y empezó aboliendo la servidumbre en 1861. No era mala idea, aunque en toda Europa Occidental la habían abolido muchos años antes. Por desgracia las reformas no llegaron más lejos. Y luego incluso se volvió hacia atrás. Se quiso frenar cualquier cambio político o social. Nicolás II no se quiso enterar que él ya no era un zar absolutista, que ya no podía serlo, que nunca más iba a serlo, y como no se quiso enterar acabó acribillado en un sótano.

Pero antes de eso las tierras de Europa iban a volver a sufrir otro tornado, y el tornado barrió unas fronteras y creó otras fronteras. El tratado de Brest-Litovsk hizo que en el Este aparecieran un montón de países nuevos. Y un año año después, en 1919, el  Tratado de Versalles y los otros tratados del final de la guerra (como el de Trianon, el de Saint-German, etc.) hicieron los mismo en el centro de Europa. Salieron países nuevos, países que ya habían sido nación, como Polonia y Hungría, y salieron países que no tenían ningún pasado, que no tenían ninguna historia común, que eran totalmente nuevos y artificiales, como Yugoslavia. En estos casos siempre hay pueblos que se pierden en el jaleo, que se quedan parados en medio de ninguna parte, pueblos de los que nadie se acuerda o a los que nadie pregunta. Los líos de fronteras traen líos de familias. De repente había unos húngaros que eran rumanos, unos croatas, unos eslovenos y unos bosnios que tenían que estar con los serbios, quisieran o no, unos rusos que ya no eran rusos, unos turcos que tenían que ser griegos por narices, unos alemanes que ya no eran alemanes y unos franceses que habían sido alemanes y ahora volvían a ser franceses. Y así podíamos seguir unas cuantas líneas más…

Tuvo que venir un americano, un señor que era presidente, a tratar de poner un poco de orden en el gallinero. Wilson se plantó en medio del barrullo y soltó sus “Catorce puntos”, pero sólo le hicieron caso a medias. ¿Bélgica? Sí, con Bélgica no hay nunca ningún problema. ¿Respeto al principio de nacionalidad? ¡Uy! Me parece que eso habrá que explicarlo mejor. Que no está muy claro ese principio para que “nacionalidades” vale y para que “nacionalidades” no vale. En todos los tratados que los vencedores imponen a los vencidos hay siempre “revanchismo”. En el tratado de Versalles había una dosis casi insoportable de revanchismo, y eso era porque los franceses recordaban muy bien la guerra franco-prusiana y la derrota de Sedán. El mismo Bismarck ya se había dado cuenta. Se había pasado con los franceses. Por eso quiso hacer sus “sistemas Bismarckinanos”, que no pretendían otra cosa que tener controlada a Francia para que no pudiera vengarse nunca. Pero con la llegada al poder de Guillerno II, Bismack deja de ser canciller. Y sus sistemas de alianzas se olvidan. Para empeorar las cosas Guillerno II apoya descaradamente a los austriacos y cabrea a los ingleses y a los rusos. Con eso se va preparando la guerra. Europa se llena de montones de cajas de explosivos. ¿El “polvorín de los Balcanes”? ¿Qué os creéis, qué sólo había uno? ¿Y qué pasa con la “Italia irredenta”, por ejemplo? ¿Y qué pasa con el “corredor de Danzig”?, ¿Y con los Sudetes? ¿Y con la Alta Silesia y Pomerania? La Segunda Guerra Mundial contestaría a estas preguntas. Pero provocaría otras preguntas, como pasa siempre. Los pecados de los abuelos serán siempre la tumba de los nietos.

Las naciones no son algo eterno. Han tenido un inicio y tendrán un final, dijo alguien una vez…


(artículo originalmente publicado en la revista Jot Down, versión en papel)